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El Dictador Juan D. Perón: Su concepto de la conducción política.

Su concepto de la conducción política.
Se sentía “conductor”, o por mejor decir, “conductor político”. Como militar había aprendido y enseñado la teoría de la conducción de ejércitos, como observados y estudioso de los regímenes de fuerza había asimilado también el modo de hablar a las masas, de seducirlas, de exaltarlas, de dirigirlas y de someterlas. Pero el conductor, según él mismo decía, nace, no se hace. Y él, de acuerdo con su propio sentir, había nacido conductor, uno de los más grandes conductores de la historia.
Ególatra y narcisista, actuaba y se veía actuar con íntima complacencia. Necesitaba hablar de sí mismo, aunque con frecuencia no empleaba el “yo” –odioso, según Pascal-, sino, con fingida modestia, el plural “nosotros” que servía para complacer a quienes le seguían; “Nosotros hemos hecho… Nosotros hemos pensado… Nosotros hemos conseguido…”
En un determinado momento creyó oportuno revelar su doctrina y práctica de la conducción política. Fue hacia 1950. Sus charlas, recogidas en un volumen en 1951, nos ilustran sobre sus métodos de captación y dirección de las masas, que los boquiabiertos oyentes debían asimilar para ayudarlo en la empresa. Trató en ellas de los “elementos de la conducción política”, de las “características de la conducción moderna”, y de la “teoría y forma de la conducción”, del método en la misma, del “conductor”, de las “formas de ejecución”, etcétera. Su maestro era Napoleón, no el gran guerrero triunfador en casi todos los campos de Europa, sino el audaz del 18 Brumario, el inescrupuloso que mandó matar al duque de Enghien, el déspota que torció la revolución de que había surgido.
Al comenzar sus clases anunció que hacía “un análisis de las causas por que hemos triunfado nosotros, y por que triunfaron los grandes conductores de la historia”. Su fin era el éxito; si se lo alcanzaba, la conducción era buna; si no, era mala. Hasta entonces lo había logrado; eso lo envalentonaba, y con delirante suficiencia hacía doctrina de su buena suerte. Ni más ni menos que el jugador presuntuoso que, luego de una noche afortunada, “sabe” cómo se gana en la ruleta.
Su idea esencial era de formar “una masa disciplinada, inteligente, obediente y con iniciativa propia” (1). Y aclaraba que “cuando esa masa no tiene sentido de la conducción y uno la deja de la mano, no es capaz de seguir sola y produce los grandes cataclismos políticos. Así fue –añadía- la revolución del 6 de septiembre. Perdió el conductor y la masa misma de alzó contra él y lo echó abajo. Era una masa inorgánica, que no estaba preparada para ser conducida”. Pensamiento que no se diferencia nada del que sirve para la doma de caballos. También estas pobres bestias deben tener sentido de la conducción, ser disciplinados y obedientes, y si el caso llega, tener la iniciativa de seguir solas, arrastrando su carga sin dañar al amo.
Su propósito se concretaba en pocas palabras. “Muchos dicen: el pueblo está hoy con uno y mañana con otro. Hay que preparar al pueblo para que esté con una causa permanente. Si no tiene causa hay que crearla” (2).
El pueblo de 1943 no tenía causa alguna porque no la necesitaba. A diferencia de la Italia triunfadora en la primera guerra mundial pero defraudada en Versalles, y de la Alemania derrotada en la misma contienda, el pueblo argentino no tenía agravios contra ningún país extranjero ni contra ningún sector interno; tampoco sufría de desocupación forzosa. ¿Qué causa habría de seguir, por lo tanto? Las menudas diferencias de opinión, de simpatías o de intereses, orientaban a la minoría hacia los diversos partidos políticos; la mayoría era independiente o indiferente, y no se contrariaba en exceso por el fraude con que los sucesivos gobiernos decidían a su favor las contiendas electorales.
Si la causa no existía, había que crearla. El control adueñado de la Secretaría de Trabajo y Previsión la halló, por lo pronto, en la justicia social. Más tarde la completó con otros dos postulados: la soberanía política y la independencia económica. Todo eso era muy simple, pero el coronel pensaba que “la primera regla de la organización es la simplicidad”.
Además era nuevo. Por alanzar la justicia social había luchado desde su fundación en 1897 el Partido Socialista; también, poco más o menos desde la misma época, el Partido Radical, y aún otros de caudal más reducido. Las leyes para humanizar el trabajo y procurar la previsión habían sido apoyadas por los sectores conservadores, sin cuyo voto no hubieran podido ser sancionadas. Cuarenta años antes de que el coronel puesto en trance de comenzar su carrera de conductor político hablara de problemas sociales, Joaquín V. Gonzalez, el gran ministro del presidente Roca, es decir, del más representativo jefe de la que luego se llamó “oligarquía”, elaboró y envió al Congreso un admirable proyecto de ley nacional del trabajo que, por desgracia, el cambio de gobierno impidió sancionar. Nadie de oponía, en efecto, a la justicia social, y si la legislación pertinente hallábase algo atrasada con respecto a muy contados países, teníase el convencimiento de que se la perfeccionaría de acuerdo con el espíritu justiciero de la Constitución.
El coronel que jamás se había preocupado de tales problemas, de pronto se convirtió en su descubridor. También él, como el personaje de un gracioso monólogo, había descubierto el paraguas. Mejor dicho, había hallado el modo de vender el viejo paraguas por medio de la publicidad. La justicia social, sostenida y en parte lograda por los partidos de antigua raigambre, comenzó desde entonces a ser manejada por la propaganda. Empezaba a cumplirse el plan “apócrifo”, hecho circular en los cuarteles pocos meses antes.
En otro capítulo de este libro trataremos de la “política social” de la dictadura. No debemos adelantarnos a analizar en este lugar. Sólo nos corresponde señalar aquí que ese postulado, más que los otros dos, sirvió para sembrar el odio, dividir al país y afianzar el despotismo.
En una de sus lecciones el dictador ha explicado cuál fue su sistema de captación y reclutamiento de masas, iniciado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Más adelante nos referiremos a él, Por el momento conviene destacar algo importante, logrado por aquel a podo de aplicar tal sistema: “Mandar sobre el corazón de los hombres” (3).
Tampoco en esto hacía un descubrimiento, pero lo cierto es que esa cosa sabida por todos nuestros caudillos, había dejado de practicarse desde la desaparición de estos. Los políticos modernos suelen creer que los hombres se mueven por ideas e intereses. El coronel que aspiraba a la presidencia percibió lo que aún hay de primario en nuestra formación política y espiritual, y sobre eso actuó perfectamente.
“Para conducir a un pueblo, la primera condición es que haya salido del pueblo; que siente y piense como el pueblo, vale decir, que sea como el pueblo” –dijo también el dictador- y agrego: “Si no fuese por cualquier circunstancia, debe asimilarse y sentirse un hombre del pueblo” (4).
Antes que él, Rosas había pensado lo mismo. Al agente oriental don Santiago Vázquez, le decía: “Usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores. Me pareció, pues, muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla, o para dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para eso me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su concepto” (5).
Sea como fuere, lo cierto es que si bien no creó ninguna receta para triunfar como conductor político, supo aplicar las ya conocidas, hasta que el pueblo no creyó más en ellas.
NOTAS:
(1) Conducción Política, página 20.
(2) Conducción Política, página 21.
(3) Conducción Política, página 46.
(4) Conducción Política, página 253.
(5) Citado por Ibarguren en “Juan Manuel Rosas”, capítulo XII.

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