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El Dictador: El mando sin término

Las dictaduras no pueden fijarse plazos ni limitaciones. Tampoco admiten sucesores sino en los casos de muerte natural, porque en los otros, los de muerte violenta, aunque temidos, no quieren mencionarlos ni proveer a su solución.

Apenas Perón comenzó el ejercicio desembozado del despotismo, trazó el plan de sus reelecciones indefinidas, y a ese efecto dispuso que en la carta orgánica de su partido se incluyera una cláusula por la cual “en caso de que un afiliado ejerciese la primera magistratura de la República y en atención a que la Constitución Nacional lo designara como “jefe supremo de la Nación” será reconocido por igual calidad dentro del partido y en consecuencia se lo faculta para modificar las decisiones de los organismos”.

El mismo congreso partidario acordó auspiciar la reforma de la Constitución y recomendar la reelección del presidente y vicepresidente del la República. Sabido es que así se hizo, y que sólo el alzamiento de las fuerzas armadas y del pueblo en las jornadas de septiembre de 1955 pudo evitar la indefinida dictadura.

Muchas desventuras y una larga tiranía perduraban en el recuerdo de lo0s Constituyentes de 1853 cuando resolvieron que “el presidente y el vicepresidente duraran en sus empleos el término de seis años, y no pudieran ser reelegidos sino con intervalo de un período”. Disposición completada con la que establece que el presidente cesa en el poder el día mismo en que expira su período de seis años; sin que evento alguno que lo haya interrumpido, pueda ser motivo de que se le complete más tarde”.

En los noventa y tantos años de vigencia de tan sabias y prudentes disposiciones constitucionales, ningún hombre ni partido se hubieran animado a reformarlas. Por más ásperas y violentas que fueran las luchas de las facciones y las ambiciones de sus jefes, y por más vicioso el ejercicio de la democracia, aquellas cláusulas permanecerán intocables. Tiranuelos y dictadores de todo jaez había entonces en muchos países de nuestra América turbulenta, pero ninguno asomaba ya en la Argentina. Creíase que estábamos inoculados contra tal virus y sentíamos confesado orgullo de que todos nuestros presidentes, aún aquellos a quienes se señaló como oligárquicos, no se hubieran excedido ni una hora en el ejercicio del mando. La vieja patria de las horas difíciles y heroicas vivía en ellos, y la sangre derramada por la libertad en tantos combates, señalaba aún cómo se debían cuidar esos preceptos constitucionales.

Pero no hay ley que contenga al delincuente ni cerrojo que no haga saltar el ladrón. La dictadura volvió a aparecer en nuestra tierra, y lo primero que atacó fue precisamente esas cláusulas que la constreñían.

El país no evitó entonces tamaño atentado. El dictador lo tenía adormecido, y el miedo, paralizado. La obsecuencia y la ignorancia hicieron lo demás.

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